Nubia Núñez Torres
Más de 10 veces al día escuchamos o leemos la palabra “genérico”. Ya sea en la televisión: el segundo genérico a un peso, en las revistas; o en el propio espacio público, cada vez más plagado de colosales anuncios.
Lo cierto es que la señora Juanita, confía en la amoxicilina que le venden a un tercio del precio del fármaco de marca, “porque es lo mismo señora, no ve que aquí dice: cada cápsula contiene amoxicilina, 100 mg”. Lo que la señora Juanita no sabe, y lo más probable es que tú tampoco, es que no es lo mismo. No es brujería, es ciencia.
Lo que sucede es que la eficacia de un medicamento no depende sólo de su principio activo, sino de la pureza de las materias primas, que debe cumplir con una serie de características como humectabilidad y uniformidad. Además, el proceso de fabricación, que incluye el grado de compresión de las cápsulas y la adición de los excipientes, tienen más importancia de la que crees. Una pastillita puede quedar tan comprimida como para pasar por todo el tubo digestivo intacta. Entonces no hay absorción, lo que implica que la droga no llega a la sangre para ser aprovechada finalmente por el organismo.
Entonces, no importa lo que contenga un medicamento, sino de cómo se haya fabricado. Las distintas fabricaciones deben probarse para saber si funcionarán igual al original, para lo que se requieren estudios de bioequivalencia. El problema es que en Chile no existen tales exigencias. Sólo se registran los nuevos medicamentos en el ISP con mínimas pruebas físico-químicas.
Y para que un fármaco sea genérico es necesario demostrar que es bioequivalente. Sin embargo, dado que no existe legislación que obligue a las industrias farmacéuticas a realizar los estudios que corroboran que el nuevo medicamento tendría los mismos efectos que el innovador, sólo se puede hablar de copias. Eso sí, la segunda copia a un peso.