miércoles, 20 de mayo de 2009

A Mario


En mi vida hay algunas personas a quienes les he tomado cariño instantáneamente. Mario Escala era una de ellas.

Nunca voy a olvidar el día que lo conocí, con sus ojos verdes y su pelo largo y desordenado. No podía creer que esa especie de roquero desaliñado fuera estudiante de medicina. Me caía bien porque era valiente pero realista, una combinación poco probable en el mundo.

Recuerdo también el reloj en forma de corazón que me mostró antes de regalarle a Isabel, su polola y entonces compañera mía en enfermería. Se abrochaba en la solapa y quedaba con los números al revés, servía para tomar el pulso. Eso sí que era raro para mí. Un roquero médico terriblemente enamorado de una enfermera. Me apenó mucho saber que la relación había terminado, porque los apreciaba a ambos y porque eran un cliché hecho realidad a punta de amor.

Estudió bioquímica, su verdadera vocación, la que abandonó con un pragmatismo a toda prueba a causa de su diabetes, con la certeza de que ese sueño no costearía su enfermedad.

Así conoció a Luis, quien lo invitó a participar como ayudante alumno al pequeñísimo laboratorio que tenía en ese tiempo. Era hasta simpático ver cómo en su mochila llevaba siempre su medidor de glicemia y sus inyecciones de insulina. En su tiempo libre, que no se de dónde sacaba, enseñaba a niños pequeños a vivir con la enfermedad, de manera que fueran autosuficientes en el día a día, lo que claramente incluía que se pincharan solitos.

Hace mucho tiempo que no lo veía. Supe que no podría venir a nuestro matrimonio por razones laborales, ya que estaba en el sur. Envió lindas palabras para ambos. Nunca pensé que no lo volvería a ver. Me imaginé que la próxima vez que viera su cabello despeinado sería en su propio matrimonio. La vida es extraña, o más bien, la muerte lo es. Hasta siempre.